Sábado 7 de octubre. Israel y Gaza. Imágenes y recuerdos que ya son munición en la recámara de un viejo revolver. Un dolor enquistado y convertido en bala que asola y amenaza a quienes menos se lo merecen. Como siempre pasa.
Sin embargo, por donde pasa Atila a veces sí que crece alguna brizna. Una esperanza en forma de abuela que tira de un carro desvencijado con la cara surcada de arrugas y que responde de manera desgarradoramente honesta, pero con mucho amor, a las preguntas de un periodista: “No tengo miedo a morir. Probablemente no esté aquí mañana. Lo que sí tengo miedo es de perder a los míos. Y pienso mucho en esas otras abuelas que estarán al otro lado de la valla, aterrorizadas como yo, intentando que sus hijos y nietos sobrevivan y espero y deseo que tanto ellas como sus familias no mueran y estén bien”.
Cuando la escuché, entendí que hay esperanza. Que en toda sopa de fideos hay una estrellita y que sería maravilloso que el mundo entero pudiera abrir una pequeña ventana entre tanto odio para ver a estas dos abuelas cara a cara, charlando sentadas juntas en la puerta de sus casas, intercambiando fotos de sus nietos y bebiendo una taza de sachlav o de tamar hind.
Seguro que así se arreglaba el mundo. O al menos, eso me gusta pensar.
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